«EL REY DE LA MONTAÑA»

Tengo especial predilección por el cine que hacen aquellos que llegan a ser buenos directores, justo en el momento en que aún tienen cierta libertad para narrar en imágenes todas esas ideas de jóvenes que aún sueñan con hacer cine. Así he amado películas como “Pi, fe en el caos” (Pi, faith in chaos, 1998), “Following” (1998), o la que me ocupa en este momento.”El rey de la montaña” de Gonzalo López Gallego, adquiere a mi parecer la merecida etiqueta de cine de culto, con esta producción violenta, rural y salvaje, con una capacidad para crear ambientes espectacular, que se presenta como un ejercicio de horror abstracto, minimalista y teórico absolutamente necesario para los que amamos el cine de género.

Es una producción de 2007, que compitió en la sección oficial de los Festivales de Sitges y Toronto de ese mismo año, aparte de ganar el Méliés de Plata en el festival de cine de Ámsterdam.

Tuve la suerte de verla hace un par de años y desde entonces guardo un magnífico recuerdo, que me ha llevado a revisarla, con excelente placer.

El guión firmado por el propio López-Gallego y Javier Gullón, es sencillo pero tiene la virtud de mezclar ideas tan variopintas como el survival horror, el realismo, el drama y el thriller y sobre todo de no contarnos nada de nada y hacernos sufrir durante más de una hora pensando de donde sale tanta soterrada y cruel violencia, en un ejercicio de suspense de notable calidad. La progresión dramática es lenta, pero me parece más una virtud que un defecto porque el director coquetea y se relame en la ausencia de información dada al espectador, jugando con sus nervios en todo momento. Las constantes vitales de este guión toman su forma admirando el clásico de William Golding, “Lord of the flies”, (1954).

Quim viaja en coche por carreteras secundarias mientras se dirige a la casa de su ex-novia, con la intención de recuperar su relación. Un encuentro tan placentero como turbador y cabreante, le arrastra hasta un desvío en la carretera… hacia un bosque montañoso aparentemente deshabitado, donde le esperan ¿macabras? sorpresas.

No sería justo no decir que me desagrada desmesuradamente la idea que sigue teniendo el cine español de plantarnos en las narices escenas de sexo completamente injustificadas, absurdas, sin sentido y tremendamente retrógradas. Y empiezo por aquí, porque esta película no tiene otro defecto que no sea el de levantar esa bandera que dice: “Soy español, así que ahí va mi escena de sexo”. Obviando esto, todo son virtudes, así que vamos a ello.

Hace poco tuve el placer de ver “Apollo XVIII” y al descubrir que la firmaba Gonzalo López-Gallego, puedo afirmar que tenemos ante nosotros a uno de los mejores directores patrios, en cuanto a cine de género se refiere para los años venideros. “El rey de la montaña” es su tercer largometraje tras “Nómadas” y “Sobre el arco iris”. Se rodó entre Madrid, Burgos, Soria y Segovia y tiene las virtudes de la audacia y la libertad como sus máximos exponentes.

El mayor placer ante su visionado lo proporciona la dirección de López-Gallego. Se descubre como un director con gusto por un tipo de cine que podríamos catalogar como “culto” y mucha pasión por el cine de género y más cuando es un tipo de cine claustrofóbico, de terror y suspense a la luz del día. Es un suspense, sucio, hostil y tenso que bebe de Polanski en su mejor época, de Haneke, en la única película que me parece interesante de toda su filmografía, que no es otra que “Funny Games” (1997), y especialmente de “Defensa” (Deliverance, 1972), de John Boorman. Me sorprende el uso de la profundidad de campo en el sentido más clásico y los planos generales de ese vasto paisaje rural, bello, solitario y despiadado. El uso de planos abstractos le proporciona a la película una inusitada potencia visual. La habilidad del director ante el lenguaje audiovisual como herramienta narrativa, es tremendamente potente y me ofrece la sensación de estar viendo un ejercicio de estilo teorizador y un intento muy logrado de emular a los maestros. Hecho que no evita que me recuerde a otros largometrajes de mayor o menor calidad como “Battle Royal” (Batoru rowaiaru, (2000) o “Muerte entre las flores” (Miller´s Crossing, 1990) y a su mayor referente a mi parecer como es la mítica “Quién puede matar a un niño” (1976) del maestro Chicho. El uso de la steady-cam, reafirma de forma efectiva las escenas de acción, siempre desde su natural minimalismo y acerca a la cinta al subgénero del “Found Footage”, pero mostrando sobrada personalidad cinematográfica deja de lado un género que en este caso le habría hecho perderse en la vulgaridad. Sus dosis de “Survival Horror”,  las trata desde un punto de vista casi nunca utilizado, como es el realismo. Mantiene una perfecta intriga hasta el último cuarto de metraje donde cambia por completo el punto de vista de la historia y comienza a preparar un esplendoroso final. Sus escenas a contraluz o las actuaciones de los actores fuera de plano son otros recursos que utiliza el director para mostrar su multitud de registros y recursos técnicos siempre al servicio de la escena. El hecho de que sea el propio López Gallego, quien realice el montaje de la cinta, me hace pensar en un trabajo muy redondo dentro de la perspectiva de un tipo de cine pequeño y de autor.

Su destreza para la intriga y el suspense es espectacular. Logra que los planos de cámara tomen significado de forma brutal y adquieran personalidad en sí mismos, situando a la cámara como un personaje más. Me perdería narrando planos que me impresionan porque hay multitud y es aquí donde el director coloca toda su conocimiento del medio, enormemente cuantioso, porque el guión es sencillo y si quieres manido, pero formalmente es un auténtico ejemplo de buen cine, de ese que no solemos tener en nuestra sumergida iberia. Juega con el terror y el suspense de forma tan salvaje como honesta y eficaz. El contraste entre una bellísima música y esos evocadores paisajes contra la situación tremenda de los personajes, me encanta y me seduce. No gestiona el guión como explicaría cualquier estructura de guión, en el sentido clásico y ortodoxo, sino que apuesta por una constante mezcla de situaciones y sentimientos, que provocan esa deliciosa tensión constante, que dura tres cuartas partes de la filmación hasta su último punto de inflexión donde nos prepara su sorprendente final.

La fotografía de José David Montero refleja a la perfección lo que sería una representación subjetiva de ese ambiente húmedo, frío y solitario. Siguiendo la marca del director, trabaja en lo verdaderamente importante, la sensación de claustrofobia, soledad, perdición y desesperación, dejando de lado cualquier  artificio de por sí superficial. Simplemente con ese paisaje montañoso y  nubado y un colorido grisáceo, oscurecido y de cierto gusto por el color del ocaso, ambienta a la perfección esta sencilla pero emotivamente eficaz historia.

Otra grata sorpresa es la brillante actuación del siempre correcto Leonardo Sbaraglia que realiza una interpretación muy concordante con la historia, es convincente y hace creíble a un personaje que pedía a gritos un buen actor para encarnarlo. De hombre tenso, nervioso, turbado, pero a  la vez honesto y templado, carácter que le va a la perfección al actor.

Pero como nunca se puede tener todo, debo advertir que la actuación de María Valverde es tan plana como la tapa de un libro, no es creíble, no seduce, no convence, no da miedo y no reafirma de ningún modo la sensación de excitación y nervatura que exige su papel. Le da la réplica a Sbaraglia de forma tan correcta como poco convincente y es fácil percatarse de la pobreza de recursos de la actriz en cuestión. Sirve porque es joven, porque es bella, pero todo el peso interpretativo recae sobre el actor bonaerense.

La película tiene una gran virtud y es que obvia por completo el interés por el entretenimiento puro y duro. Es una apuesta valiente que a mi modo de ver llena la producción de amor por el cine y pasión por el género. No vende nada en ningún momento, la veo como una película honesta hasta las entrañas y eso me encanta, porque ocurre tan pocas veces que cuando lo encuentro lo disfruto por partida doble. Se acerca a algo tan humano como la violencia de una forma nada sermoneadora, pero sí crítica, ante la banalidad con la que nuestra sociedad la trata. Es cierto que toma el patrón clásico de la “pareja” y los sitúa en una situación tan horrible, como decadente y desesperanzada, pero tiene la suficiente osadía, para no enzarzarse en improductivas y falsas situaciones de amor que harían perder profundidad y estilo a la película. El hecho de que su casting esté conformado únicamente por siete actores/actrices, denota una vez más el interés por el minimalismo y su intención de sentirse como una obra de cámara.

El aspecto sonoro de la cinta requiere análisis aparte. El trabajo de la gente de Wildtrack, en las manos de Juan Diego Yanda y Daniel Urdiales es simplemente fastuoso y siguiendo la estela abstracta y minimalista de la dirección se convierte por momentos en hipnotizante. Su sobriedad, complejidad y efectividad merecen mi admiración. Sonidos como los de los disparos ofrecen un trabajo serio y de calidad, de los que cuando llevan la firma de Spielberg, llenan páginas y conversaciones sobre cine. No me cortaré un pelo al juzgar que están perfectamente a la altura de aquellos disparos en la playa de Normandía en “Salvar al soldado Ryan” (Saving Private Ryan”, 1998). El eco, que retumba en las montañas realza de una forma más, el terror que impregna toda la producción. Juega con una banda sonora que en multitud de ocasiones es sencillamente silencio y yo mismo soy un convencido de que el silencio es música. Utiliza música en contadas ocasiones y eso se convierte en una virtud, por el hecho de que cualquier otra opción contaminaría las imágenes, ya potentes de por sí. La música para cuerda se mantiene en los parámetros propios del film, intrigante, tétrica y hábil para crear inquietud en el espectador, destila tristeza y desesperanza. Los chelos suenan impactantes y terroríficos. El piano hace lo propio con notable tristeza y melancolía e incluso el brillante trabajo del músico David Crespo se atreve con un rock introvertido, sugerente e hipnotizante.

La familiaridad que me hacen sentir los paisajes del largometraje, logra que me impacte la narración de una forma más convincente. Me gusta pasear por parajes como el que ofrece la película, porque ofrecen un silencio muy especial, y un miedo latente que refleja a la perfección la cinta.

Una película pequeña, terrorífica, original, abstracta y minimalista, con tanto talento tras las cámaras, como amor por el buen cine de terror-suspense, que logra hacer algo tan interesante como llevar el cine de género al marco del “arte y ensayo”. Desconocida para muchos y amada por unos pocos, al menos por el que escribe estas líneas.

Comparte este texto:

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


*