Al final de la escalera

El húngaro Peter Medak rodó esta película canadiense con un presupuesto de siete millones de dólares, en localizaciones de Nueva York, Seattle, Washington, Vancouver y la Columbia Británica en 1979. Toma como fuente de inspiración varios casos reales. En especial, los acontecidos en una casa de Denver (Colorado) en el año 1960. Se estrenó en E.E.U.U. y Canadá el 28 de Marzo de 1980. Se considera la particular obra maestra de Medak, director que continúa trabajando tanto en cine como en televisión, sin lograr repetir una obra tan seria, completa y bien realizada como esta. Sería justo mencionar sus aportaciones a series televisivas tan míticas como “Mas allá de los límites de la realidad” (The twilight zone. 1985) o de tantísima calidad como “Bajo escucha” (The Wire, 2002).

Cuenta con un jugoso guión escrito por William Gray y Diana Maddox, sobre una historia de Russell Ellis Hunter, donde un maduro profesor de música cambia de ciudad tratando de olvidar un terrible accidente y se instala en un antiguo caserón, propiedad de la Sociedad para la Conservación Histórica. Como si de una emboscada del destino se tratara, comienzan a ocurrir todo tipo de fenómenos extraños relacionados fantasmas, la muerte y el más allá.
No nos equivocaríamos demasiado si afirmáramos que con esta cinta Medak llega de alguna forma a la cumbre del cine de terror de su época. Influenciada por míticas cintas como “La Mansión Encantada”. (The Haunting. 1963) de Robert Wise o la impresionante “Suspense” (The Innocents. 1961) de Jack Clayton, consigue reinventar el género y deja una especie de manual sobre cine de fantasmas y casas encantadas del que ávidamente beberán producciones como “El círculo” (Ringu. 1998) de Hideo Nakata, o “Los Otros” (The Others. 2001) de Alejandro Amenábar, por citar dos entre multitud de ellas.


El mayor mérito que le podemos otorgar a Medak, es el de hacer de la sencillez, la mejor herramienta para torturarnos y hacernos sentir delicioso pavor. Siempre recordaré aquella tecla de piano y aquella demoníaca pelotita que hacían mis delicias mientras disfrutaba de la interpretación de uno de mis actores predilectos, George.C. Scott. Así el director va creando un clásico del terror psicológico con una efectividad absoluta a la hora de crear tensión y hacernos subir las pulsaciones. Su capacidad para crear atmósferas, el tratamiento de los espacios y la habilidad para convertir objetos cotidianos en fuente inagotable de terror hacen de esta escalera un camino hacia el más auténtico cine.

La dirección de fotografía de John Coquillon no hace más que realzar esta idea de terror psicológico. El estar rodada en Panavisión con cámaras Panaflex, le aporta encuadres amplísimos, que le dan mucho juego al director a la hora de usar la profundidad de campo como algo verdaderamente importante. Utiliza planos generales del exterior de la casa, creando así la estética buscada, mientras nos ofrece la información más básica de la historia. Pero es en el interior donde le saca el mayor partido, con encuadres realmente singulares, utilizando planos en profundidad, con el protagonista cercano a nosotros y con un uso extremadamente expresivo de la profundidad de campo, retratándonos esas escaleras como un camino hacia el más allá, hacia Joseph. La composición fotográfica es en algunos momentos realmente creativa, no en vano es considerada una de las mejores películas de terror, desde el punto de vista técnico y narrativo.


Otra de sus virtudes, es como decía, el gran George C. Scott, en el papel del profesor de música John Russell. Ya pasados los cincuenta, seguía en plena forma, siendo capaz de interpretar un personaje complejo y transmitir todas las emociones necesarias para hacer creíble a John Russell. Depresión, sentido del humor, asombro, terror o templanza son los distintos estados por los que pasa el personaje con una credibilidad impresionante. Scott no había perdido ni un ápice de la magia que nos regaló en largometrajes como “El buscavidas” (The Hustler. 1961) de Robert Rossen o “¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú” (Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb. 1964) de Stanley Kubrick. Un auténtico genio de la elegancia, la sobriedad y la inteligencia. Su actuación se complementa a la perfección con la otra protagonista, Trish Van Devere, en el papel de Claire Norman. Su relación es la parte más dramática de la historia y le da credibilidad a la historia de terror. Anteriormente habían trabajado juntos en “Fuga sin Fin” (The Last Run. 1971). Como curiosidad mencionar la penúltima aparición en el cinematógrafo de Melvyn Douglas, prolífico actor que en los años treinta, trabajó con gente como Lubitsch o Wyler.

La música es un punto del todo importante en esta cinta porque sirve al mismo tiempo para explicar y ampliar la dimensión del personaje protagonista y para su función vital, realzar las escenas de terror. Juega desde el propio guión con una pieza sencilla y obsesiva, una nana para piano, que abre en cierto modo la caja de pandora. El “Music Box Theme” de Howard Blake. Su virtud es la de crear tensión al espectador y obsesión a los personajes, descartando por completo, con mucho acierto, los típicos y fáciles golpes de efecto sonoros. A parte una acertada banda sonora compuesta por Rick Wilkins y Ken Wannberg y piezas de Brahms y Mozart grabadas por las filarmónicas de Londres y Vancouver, componen un universo sonoro complejo y opulento.

Quizá tenga un pequeño hándicap que es la trama de investigación de la segunda parte de la cinta, menos interesante y mucho menos espectacular, pero en cierto modo le aporta explicaciones necesarias a las preguntas que nos plantea la primera hora. Una obra maestra terroríficamente imprescindible.

 

 

Autor: Juan José Iglesias

 

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