The Black Door


THE BLACK DOOR (2001, USA)
Director: Kit Wong /
Productores:Lucas Lowe para NGK Film Production, See-Yueng Ng/
Guión: Julien Carbon, Laurent Courtiaud /
Fotografía: François Reumont/
Música: Shane Koss, Christopher Rosa/
Montaje: Andrew Parkinson/
Intérpretes: evin Blatch (padre Maxim Trenton), Staci Tara Moore, Beverly Wilson, Sergio Gallinaro, John Hainsworth, Francis McBurney, Carlos Parra, John Prowse, Bronwen Smith…
Duración y datos técnicos: 96 min B/N.

Quizá no sea demasiado atrevido afirmar que, de entre todos los géneros cinematográficos, sea el cine fantástico el que permita alcanzar a sus historias una mayor efectividad dramática y narrativa, con independencia de que cuenten éstas con personajes bien diseñados o estructuras muy sólidas. Si bien es evidente que estos atributos nunca perjudicarán a la historia, sino más bien al contrario, el acontecimiento fantástico que anida en el centro de todo relato de este tipo puede a veces poseer tanta fuerza en sí mismo, que su mera representación puede ocupar gran parte del terreno que en otro género se  dedicara a otros aspectos del guión; y todo ello manteniendo la eficacia del conjunto. Nadie discutirá, por el contrario, que cualquier drama, cualquier comedia –que no sea de sketches-, cualquier western o cualquier película bélica, por ejemplo, verán sustancialmente más debilitado su potencial dramático y narrativo por unos personajes o una historia endebles.Tal vez sean el musical y el cine de acción -además del documental, por su propia esencia de no ficción-, los otros dos géneros capaces de mantener la eficacia de una historia a flote partiendo de estas carencias dramáticas. De hecho, si se piensa bien, no son géneros tan alejados del fantástico como pueda parecer a primera vista: ¿qué son si no escenas fantásticas e irreales los números musicales que salpican los clásicos de Stanley Donen?, y ¿qué son si no números musicales las estrepitosas e inacabables coreografías de explosiones y peleas que adornan el moderno cine de acción (por no hablar del componente fantástico que tienen todos estos números de acción)? La profusión de este tipo de secuencias, cada vez más largas, aparatosas y fantásticas, disminuye el tiempo total dedicado a la construcción de la historia y sus personajes, descompensación narrativa que se suele suplir con una representación a cuál más espectacular e impactante de los diferentes acontecimientos fantásticos que pueblan el relato.

Hago estas reflexiones a propósito de The Black Door, película modesta filmada en el 2001 por la directora de origen asiático, Kit Wong, por ser un exponente paradigmático de la reflexión anterior. La cinta, que obtuvo nula distribución internacional aunque, seguramente, hubiera merecido mejor suerte -parece que sólo se ha estrenado en España, y directamente  en el mercado de vídeo-, evita, casi siempre con acierto, todas las insuficiencias que podrían derivarse de una historia débil y unos personajes harto esquemáticos, mostrándose como una película impactante, con una destacable capacidad para generar inquietud. Wong consigue conformar con habilidad una atmósfera densa y enfermiza, que tiñe toda la historia de una especie de maligna fatalidad desde sus primeros fotogramas, y que logra instalar al espectador, a pesar de la falta de anclajes emocionales firmes, o quizá gracias a ella, en una especie de desamparado horror hipnótico.

Steven, un joven estudiante de aspecto poco llamativo, es agredido en una casa abandonada de los suburbios mientras lleva a cabo unas enigmáticas investigaciones para su tesis universitaria. Como resultado, Steven queda herido de gravedad y es ingresado en el hospital con terribles heridas por todo el cuerpo. Ayudada por unos amigos documentalistas, y el Padre Trentin, un grotesco y vehemente sacerdote, Meg, la novia de Steven, se sumerge en los descubrimientos hechos por éste durante sus averiguaciones para intentar reconstruir toda la historia, con la convicción de que así resultará más fácil salvar la vida de su prometido. Poco a poco, pista a pista, irán descubriendo la ominosa historia que rodea La Puerta Negra, una antigua y secreta secta satánica convencida de poder invocar a diferentes demonios. Luchando contra el tiempo y la enfermedad de Steven, Meg y sus amigos se mostrarán resueltos a llegar hasta el fondo… aunque, en su afán por encontrar respuestas y descubrir la verdad, desencadenarán fuerzas malignas que conducirán la historia hacia un fatal desenlace.

Ésta es, poco más o menos, la escueta anécdota que sustenta argumentalmente The Black Door. Desasosegante y lúgubre, extraña y bizarra, la cinta de Wong se sirve con habilidad de las formas del falso documental como medio ideal para superar sus carencias, incluso las presupuestarias, y conseguir un film turbador, sorprendente, y por momentos aterrador. Con un estilo desprolijo y un tanto desaliñado, que favorece el tono realista de la película, Wong va armando su artefacto dramático a través del uso de diferentes figuras narrativas, todas ellas variaciones del estilo documental y el cinema verité.

En primer lugar encontramos las imágenes registradas por el equipo de filmación, un cámara y un microfonista que se encargan de grabarlo todo por petición expresa de Steven (al principio del film oímos una llamada de Meg a uno de ellos en la que explica que su novio quiere que se grabe su agonía -una idea que remite a ese otro estremecedor documento fílmico, Relámpago sobre el agua (1980), de Wim Wenders, este sí, real, por desgracia para todos los cinéfilos, pues mostraba los últimos días de la vida del gran Nicholas Ray); unas imágenes que sirven a Wong para situar la acción y establecer el tono al inicio del relato. Con un estilo que bien podría ser el de un reportaje de investigación, la película arranca con varios planos que muestran la llegada de los documentalistas al hospital donde se halla ingresado Steven. Vemos la calle del hospital, su entrada principal, los pasillos, ascensores, así hasta llegar finalmente hasta la habitación donde se encuentra el joven moribundo. Todo filmado sin intentar disimular la existencia de la cámara, sino más bien al contrario –diferentes personajes miran hacia el objetivo-, evidenciando su presencia desde un principio, con lo que rápidamente se derriba la ilusión de ficción y se refuerza la sensación de realismo; la impresión de estar asistiendo a sucesos verídicos captados furtivamente por una cámara curiosa e impúdica, aumentando su impacto. Sin embargo, la cámara, cuya participación queda asumida por el espectador, evita mostrar a quien la maneja, figura esta que queda oculta tras el disfraz de mero testigo de los acontecimientos, como ocurre en los documentales o en los reportajes televisivos, donde las cosas se observan a través de la aséptica mirada de alguien que no vemos, y que no es importante a nivel dramático: el cámara o reportero.

Y es la asepsia del punto de vista subjetivo inicial, ajena a cualquier personaje con cara y ojos, la que impone la identificación directa del espectador con el punto de vista del narrador, potenciando la sensación de verdad. Sólo al final del film, cuando Wong ya ha conseguido involucrarnos en el drama, los documentalistas dejarán atrás su condición de simples testigos y serán integrados en la narración, dándole la vuelta al recurso inicial para conseguir idéntico objetivo: conferir veracidad al relato, al tiempo que permite a Wong jugar con la metaficción.

Tras estos breves planos iniciales, diferentes entrevistas a los allegados de Steven servirán para presentar a los personajes y comenzar a desgranar los detalles de la historia. Pero será Meg la encargada de hacer avanzar la narración, introduciendo una nueva forma narrativa, ésta estructurada en torno a todo el material que Steven recabó durante su investigación. Adoptando la típica forma del documental histórico habitual en las parrillas de Dicovery Channel, a través de fotografías de época, viejos documentos, y una voz en off, asistimos a la reconstrucción de los últimos años de la vida de Antonio Balmaseda, un oscuro personaje desaparecido en Seattle a principios de los años 30. Y es dentro de esta nueva línea de la narración donde encontramos el primer gran hallazgo de The Black Door: nos referimos a una supuesta grabación antigua encontrada por Steven, filmada en Súper 8, que recoge la celebración de una sangrienta ceremonia de corte satánico que tuvo lugar a principios de los años 30, con el personaje de Antonio Balmaseda como protagonista central. Jugando con las convenciones, el narrador explica enfáticamente que “al recuperar este documento, dudamos en mostrarlo al público. Pero es una responsabilidad que debemos asumir”. Un mecanismo clásico, éste de partir de unas evidencias encontradas o recopiladas por un personaje que no participa directamente de la narración, que también tiene como objetivo dotar de una mayor verosimilitud las historias en las que sirve de motor: desde el magnífico relato de Lovecraft, La llamada de Cthulhu, hasta el desagradable film de Ruggero Deodato, Holocausto caníbal (1980), pasando por la laberíntica novela de Potocki, Manuscrito encontrado en Zaragoza.

A lo largo de 16 escalofriantes minutos, que abarcan el final del primer acto y el principio del segundo, la película de Súper 8 relata de forma tosca pero minuciosa, todo el ritual que cuatro personajes llevan a cabo con el fin de invocar a un poderoso demonio del que obtener conocimiento y poder. La estremecedora grabación incluye los preparativos de un sacrificio humano, y también el sacrificio mismo. En éste, el clímax de la filmación en Súper 8, tres de los integrantes del grupo asesinan a un cuarto, que no es otro que Balmaseda, mediante el tradicional método del degüello con navaja de afeitar. No sin que antes, en un instante de paroxismo buñueliano, asistamos a como uno de los participantes le rasga los ojos a la víctima con el mismo instrumento afilado. Un plano punzante que remite inmediatamente a Un chien andalou (1929), a esa imagen icónica creada por el mítico director aragonés, que tantas náuseas y ríos de tinta ha provocado en las últimas ocho décadas. Pero aparte de la referencia cinéfila, este momento, filmado con tanta falta de escrúpulos como impudicia, simboliza también esa obsesión por representar la verdad despojada de cualquier adorno. La esencia de un lenguaje documental que ha sido pervertido por la mirada televisiva, morbosa y expoliadora del dolor y el sufrimiento humano. Una mirada descarada que no suele tener en cuenta consideraciones de orden ético, estético o moral. Recordemos en este sentido el reproche que, en su primera aparición y como símbolo y defensor de la moral, el Padre Trentin dirige a los documentalistas, tras invadir éstos la intimidad de Steven para filmarlo postrado en la cama del hospital: “¡Esto no es un espectáculo!”, les espeta tras echarlos de la habitación y recriminarles su actitud.

El resto de la filmación en Súper 8 muestra las consecuencias del experimento diabólico, incluyendo una eventual y momentánea resurrección de Balmaseda. Las características habituales de una grabación amateur, incluyendo cortes bruscos, composiciones descompensadas, movimientos torpes, fotogramas en blanco, e incluso una especie de claqueta que nos informa del tiempo transcurrido tras el sacrificio, acentúan el terrorífico halo de realidad que envuelve la filmación, resultando tremendamente efectiva. Y, de nuevo, toda la capacidad para sugestionar que posee esta larga secuencia, se concentra exclusivamente en la fuerza de las imágenes, en su poder para fascinarnos al margen de la identificación dramática, pues vehiculamos toda la emoción sin que medien los personajes, todos ellos desconocidos para nosotros en ese instante.

Junto al tono de documental histórico, utilizado en la reconstrucción de la historia de la Puerta Negra y sus integrantes, y el aroma de reportaje periodístico que poseen las imágenes tomadas por el equipo de filmación, Wong explota una tercera forma narrativa ligada a los principios realistas caros a la no ficción; quizá el recurso más extremo en este sentido, ya que sus códigos se asocian fácilmente con una idea de realidad muy arraigada en la mente de cualquier espectador, sobre todo en la era del youtube: la grabaciones de carácter casero. Así, una serie de estas grabaciones, hechas por Steven con su cámara de vídeo, lo muestran en diferentes momentos cotidianos que captan sus sensaciones sobre el caso, así como instantes claves de su investigación. El carácter íntimo de todas estas secuencias, más allá de la observación morbosa del reportaje de la que hablábamos más arriba, permiten a Wong establecer vínculos fuertes entre el espectador y el personaje de Steven. Y los motivos son importantes y muy necesarios, ya que Steven será el encargado de hacernos vivir la secuencia de mayor tensión y horror en la película; a través de sus ojos –de su cámara- asistiremos al terror desde la primera fila.

En una larga secuencia grabada por el propio Steven, que se mantiene siempre fuera de cuadro, somos testigos de la visita que el joven universitario hizo al caserón abandonado donde terminaría siendo brutalmente atacado. Caserón al que le dirigen sus pesquisas y que se erige como símbolo y representación, casi ideal, del espacio maldito y amenazante. Y Wong consigue hacernos sufrir la secuencia en grado sumo mediante el uso de la primera persona, lo que establece de nuevo nuestra identificación completa con el punto de vista de la narrador, aumentando sobremanera la efectividad de la secuencia. Además, no se trata ya del narrador imparcial y despersonalizado del estilo documental, que aportaba sensación de no-ficción y de realismo, pero al tiempo dificultaba la empatía al imponer cierta distancia entre el que observa y lo que observa, entre narrador y personaje, sujeto y objeto; ahora el narrador es un personaje con el que tenemos ciertas ligazones emocionales, en tanto que hemos tenido la oportunidad de conocerle y empatizar con él, y la primera persona suprime, en este caso, la anterior dualidad, convirtiendo al que observa en lo que observa, y al sujeto en objeto, logrando situarnos literalmente en el mismo lugar de Steven. De hecho de hecho, sustituyéndolo. Esto permite exacerbar nuestra identificación y que vivamos la secuencia con una rara intensidad de difícil alcance por otros medios, sobre todo en su momento álgido, la aparición y el ataque de Balmaseda.

Se trata sin duda de una secuencia antológica, el otro gran momento del film de Wong, que sabe someternos a una tensión extrema, de primera mano, sin atenuantes ni barreras que puedan amortiguar el golpe, recogiendo de paso la antorcha encendida en The Blair Witch Project para cedérsela a los brillantes Plaza y Balagueró, que desarrollarán el recurso hasta sus últimas y terroríficas consecuencias en su seminal REC. Pero, curiosamente, tras esta secuencia, y como si hubiera gastado en ella casi toda su pólvora, el film de Wong ya no consigue remontar el vuelo del todo. Carente ya de un impulso, formal o dramático, capaz de subir la apuesta de la película, a partir de ahí, The Black Door transita hacia su confuso final por terrenos cada vez más trillados en el género, utilizando por momentos un lenguaje más estilizado pero también menos sorprendente. Aunque quizá quepa rescatar la aparición del Sr, Morguen, último superviviente de la secta satánica, que, apoyado por una mirada penetrante y malvada, intenta iluminar las zonas oscuras que restan en la historia; sin conseguirlo del todo, hay que decir, sobre todo a causa de su tono críptico y oscuro. El final de la película participa también de este tono vago y difuso, perdido quizá el guionista en los peligrosos meandros a los que la búsqueda de un final sorprendente puede conducir. Aunque hay en estos minutos finales algún que otro hallazgo puntual, como la aparición del fantasma de Steven en la grabación, o el plano final, que vuelve a recuperar todo ese juego de espejos entre personaje, narrador y receptor.

Aparte de las habituales consideraciones sobre la esencia del mal que trufan las historias de corte satánico, The Black Door articula, gracias a una propuesta narrativa original, que utiliza todo el arsenal de recursos relacionados con el estilo documental, una reflexión sobre el hecho cinematográfico, la condición de voyeur implícita en todo espectador, y la perversa identificación que suele establecerse entre determinado tipo de imagen y la verdad/realidad. Una idea, ésta última, que el mismo protagonista parece encargado de verbalizar al principio mismo de la historia, cuando, en pleno delirio febril, espeta: ¡No miento ni estoy loco! Todo está en la película!, como si este soporte excluyera, por su propia naturaleza, la mentira y la locura. Y no en vano, en un momento de la película la propia madre de Steven afirma haber pasado más tiempo con las fotografías de su hijo que con él, imágenes que Wong usa para ilustrar los créditos finales, y que son el único lugar, la única realidad que Steven podrá ya ocupar.

Una perversión propia de una sociedad eminentemente nutrida con contenido audiovisual y sujeta a la manipulación de los medios, una especie de enfermedad audiovisual que obtiene su reflejo en el desconocido mal que parece afectar a Steven tras visionar la lata de película Súper 8 (él mismo asegura que desde que vio la película todo cambió), cuyas imágenes en movimiento parecen estar dotadas de una especie de poder vampírico. Un extraordinario y sobrenatural influjo que recuerda a otra película hipnótica, subyugante y todavía más arriesgada, aunque ya no maldita: el Arrebato (1980), de Iván Zulueta.

No se trata, sin duda, de un film redondo, pero la agónica The Black Door anticipa, o prolonga, algunas de las claves o caminos por los que se ha venido moviendo el cine fantástico a lo largo de estos últimos años. Ante una realidad global tremendamente sombría, ante una situación social y económica cada vez más inquietante, que nos es servida en directo por unos medios que nos obligan a desayunar con imágenes cotidianas de auténtico horror en un lenguaje muy particular; quizá ante todo esto el cine fantástico y de terror se haya visto obligado a aumentar la verosimilitud con la que se presentan sus relatos para tener verdadero efecto; quizá ha llegado el momento en el que el espectador tiene tan interiorizado el miedo y el horror, que sólo una representación descarnada y real del acontecimiento fantástico pueda tener verdadero impacto. Una representación y un impacto tanto más rotundo y efectivo en tanto que nos sea servido con hechuras de documento verídico, y bendecido por los códigos nacidos al amparo de los rayos catódicos, auténticos legisladores de la verdad en la sociedad global de la información en la que vivimos.

Autor: Manuel Carballo (Director de cine)

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